Cada vez son más las motos que circulan sin respetar las normas más básicas de seguridad. La escena es conocida y cotidiana: conductores sin casco, sin patente, sin luces y manejando por cualquier lado. Lo que parece una imprudencia menor es, en realidad, una receta para la tragedia que ya se repite demasiado seguido.
El casco salva vidas. No es un accesorio decorativo ni un capricho de la ley: es la única protección real contra un golpe en la cabeza. Sin él, un simple resbalón puede transformarse en un traumatismo grave o incluso en la muerte. Aun así, miles de motociclistas deciden ignorar esta obligación que debería ser tan natural como abrocharse el cinturón en un auto. Lo mismo ocurre con las luces: conducir sin ellas vuelve a la moto prácticamente invisible, sobre todo de noche, cuando un automovilista puede verla recién cuando ya es imposible reaccionar. Y qué decir de la patente: circular sin identificación no solo es ilegal, también impide controlar, sancionar y, llegado el caso, responsabilizar a quienes cometen infracciones o protagonizan accidentes.
A esto se suma una conducción temeraria que se ha vuelto habitual. Motos en contramano, sobre la vereda, zigzagueando entre autos o levantando la rueda delantera a modo de espectáculo se ven todos los días. Estas maniobras ponen en riesgo no solo al conductor, sino también a peatones y automovilistas que deben lidiar con movimientos imprevisibles y peligrosos. La postal se completa con un riesgo extremo: tres personas viajando en una misma moto, muchas veces con bebés adelante o en el medio, sin casco ni protección. En un accidente, el más indefenso es siempre quien paga el precio más alto. Además, la sobrecarga vuelve inestable al vehículo y hace casi imposible maniobrar con seguridad.
Pareciera una obviedad repetirlo, pero estas prácticas se han naturalizado. Andar en moto de esta forma es jugar con la vida, y no solo con la propia. La imprudencia de algunos arrastra a quienes nada tienen que ver: peatones, ciclistas, automovilistas que se cruzan con un rodado que circula como si no existiera ley alguna. Las consecuencias se miden en hospitales colapsados y, demasiadas veces, en cementerios.
La pregunta es quién controla. No basta con algunos inspectores municipales que se limitan a mirar cómo un grupo de motos hace acrobacias ruidosas en una avenida. Hace falta decisión política y sentido común. La solución no requiere grandes despliegues: un control básico en los estacionamientos ya marcaría la diferencia. Allí mismo en ese lugar asignado para las motos, podría exigirse casco, patente al día, seguro y documentación del vehículo. Con esa sola medida, muchos motociclistas quedarían fuera de circulación hasta regularizar su situación.
No se trata de perseguir a nadie, sino de prevenir tragedias. Dejar todo como está es aceptar que cada día haya nuevas víctimas evitables. El costo político de hacer cumplir la ley nunca será tan alto como el costo humano de seguir mirando para otro lado.
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