Hay lugares que, apenas se cruzan, generan algo difícil de explicar. El nuevo Café L’amour es uno de ellos. El edificio conserva una magia especial que envuelve al visitante y lo sumerge en una mezcla de historia, belleza y detalles que invitan a detenerse. Recorrer Le Flâneur es dejarse transportar por un instante a otro tiempo y a otro lugar, como si Pergamino dialogara con algún rincón de la Francia de 1900.
Detrás de esta inauguración hay más de dos años de trabajo sostenido, artesanal y profundamente respetuoso del pasado. El proyecto Le Flâneur representa la recuperación integral de un edificio emblemático del casco histórico de la ciudad.
EL TIEMPO entrevistó a Verónica González, artista local de reconocida trayectoria y responsable de la dirección creativa y estética del proyecto, desarrollado junto al estudio de arquitectos Mozzoni y Traba.
¿Qué es Le Flâneur y en qué etapa se encuentra hoy?
—Le Flâneur es un hotel, es un café, es un espacio de arte, es un lugar para eventos: es un proyecto de recuperación integral de un edificio histórico, pensado para devolverle vida y sentido a un lugar muy presente en la memoria de la ciudad. Hoy estamos inaugurando la primera etapa, que comprende la planta baja, donde funcionan el Café L’amour y los distintos espacios, que ya comenzaron a ser utilizados. Tenemos un sótano con capacidad para 50 personas, privado y acustizado; un salón privado junto al café, un patio que puede cerrarse según las necesidades y un espacio junto a la piscina de ensueño. Además la cochera es muy amplia y cuenta con cargador para autos eléctricos. Uno de los primeros en la ciudad, anticipando una tendencia que crece día a día. Al mismo tiempo, en el piso superior estamos preparando lo que será un hotel boutique, con departamentos equipados, de categoría y diseño, que se inaugurará en el transcurso de los próximos meses. La idea es que el edificio vuelva a funcionar en todos sus niveles, como lo hizo históricamente.
-El café parece ocupar un rol central dentro de esta primera etapa
—Sí, porque este tipo de edificios siempre fueron lugares de encuentro. El Café L’amour está manejado por el mismo equipo del Café Amelie, con una propuesta accesible, pensada para el público local. Queremos que sea un lugar cotidiano, al que se pueda venir y disfrutar. De a poco vamos a incorporar un pequeño menú gourmet los fines de semana, pero sin perder esa cercanía.
-El nombre del proyecto es Le Flâneur. ¿Qué significa esa palabra?
—Flâneur es una palabra francesa que nació en el siglo 19, cuando Paris se reforma y se vuelve una ciudad de grandes avenidas, es quien camina sin apuro, observa, se deja llevar por la ciudad y por lo que aparece en el recorrido, alguien que disfruta del camino y de los detalles. Elegimos ese nombre porque sentimos que este edificio invita justamente a eso: a entrar, recorrerlo con calma, y sentir que viajamos en el tiempo un rato. Es un viaje estético e histórico.
—La restauración tiene muchos detalles que llaman la atención. ¿Cómo fue ese proceso?
—Fue un trabajo muy respetuoso, donde se pensó cada detalle para conservar el estilo neoclásico italianizante, la arquitectura que los inmigrantes italianos trajeron a Argentina. Un ejemplo muy claro es la escalera: se cree que perteneció a un transatlántico y quien construye el hotel la adapta para lo que sería su casa, la tuvimos que desarmar pieza por pieza, estaba muy deteriorada, para adaptarla al uso actual hubo que agregar dos escalones, y el carpintero Agustín Olaechea logró reproducir la madera exacta, el tono y la terminación, de modo que hoy no se distingue cuál escalón es original y cuál es nuevo. Ese nivel de cuidado estuvo presente en toda la obra. Además este tipo de edificios contaba con un pasaje para carruajes, estos frenaban justo sobre el sótano y con un gancho de hierro fundido se descargaba la mercadería para bajarla al sótano, hoy se puede ver eso con claridad en el pasaje de entrada y utilizamos el gancho para colgar un fanal gigante.
Cuando construimos la piscina encontramos un aljibe perfectamente conservado con los ladrillos originales, también fuimos dando con construcciones antiguas detrás de paredes que tirábamos abajo. Fue una verdadera caja de sorpresas. Toda la madera que se puede ver es original del edificio, también las aberturas que estaban conservadas, solo hicimos otra vez la puerta de entrada porque estaba muy deteriorada.
En el piso superior hay un pasillo central de calcáreos que ya no se fabrican, se pensó varias veces en sacarlo pero me aferre a ese piso para salvarlo porque es muy antiguo y en el contiene la historia del edificio: cada una de las baldosas dañadas se sacaron y conseguí una empresa en la provincia de Buenos Aires que tenía el mismo molde para fabricar las que faltaban, les enviamos una muestra y nos hicieron las baldosas restantes. Hoy brilla otra vez.
- ¿Este edificio es patrimonio histórico de la ciudad?
- Aunque cueste creerlo, no. Sabemos que hubo intentos de hacerlo pero aún no está declarado patrimonio histórico. Por el lugar adonde se encuentra, en el corazón de la historia de la ciudad frente a la estación de Ferrocarril, creemos que sería importante lograrlo. La fachada la restauramos a su aspecto original y para ello tuvimos que conseguir los planos de finales del siglo 19, ya que los techos se bajaron en algún momento entre los años 50 y 60. Nosotros volvimos todo a la altura original y el frente esta como figura en el plano.
—Se percibe un fuerte trabajo artesanal y de oficios.
—Sí, y eso fue clave. En lo estructural trabajó en herrería Rafael Trotta. Fuero necesarios varios meses de tareas en toda la estructura del edificio. Hasta hicimos los balcones nuevos y conseguimos molduras iguales a las del plano original, todo esto estuvo coordinado y dirigido por el arquitecto Federico Traba.
Victorio Viola fue otro pilar importantísimo en este proyecto, es un herrero apasionado por la historia que trabajó en la recuperación y fabricación de piezas de hierro respetando el lenguaje original del edificio. Llegó a desarmar camas de bronce compradas en demolición para hacer detalles increíbles. La parte eléctrica estuvo a cargo de Pablo Leiva, y la iluminación fue pensada como parte esencial de la experiencia del lugar. Las luces de las columnas, diseños originales de los años 20, se gestionaron junto a Paco Luz Iluminación, una empresa de Pergamino que acompañó todo el proyecto.
-¿Fue una decisión trabajar con proveedores locales?
—Totalmente. Desde el inicio quisimos que esta obra estuviera hecha con manos pergaminenses. Los vidrios, la iluminación, los materiales eléctricos y de construcción, la carpintería y la herrería son de la ciudad. Creemos en Pergamino y sentíamos que recuperar un edificio histórico también debía ser una forma de dar trabajo local y poner en valor los oficios que existen. Adrián Maciel, Javier Montero y Rafael Márquez, son algunos de los nombres asociados a este proyecto. Todo el equipo de Sergio González, que trabajó desde el minuto cero y de carpintería de Agustín Olaechea.
-Durante la obra apareció una pieza artística muy significativa.
—Sí, se trata de un cuadro del pintor rosarino Mario Guaragna, amigo del dueño original del hotel. La obra estaba pintada sobre una madera adherida a una pared del salón principal, firmada y dedicada. Hubo que despegarla con muchísimo cuidado, restaurarla y limpiarla porque el soporte estaba muy deteriorado. Hoy la obra se exhibe en un salón, junto a una vitrina con objetos y documentos que ayudan a reconstruir la historia del lugar. Tenemos libros desde los años 20 en adelante donde se documentaron, por ejemplo, las primeras cenas de la Asociación de Médicos de Pergamino, del Rotary Club, enlaces y comuniones de familias muy reconocidas en la ciudad, y la lista sigue.
-También se recuperó una sala con un nombre histórico.
—Así es. Al costado del salón principal existe una sala que, desde los comienzos del hotel a principios del siglo XX, se conocía como Salón de Arte. Decidimos respetar ese nombre y recuperar su espíritu original. Hoy además de una sala de reuniones, también vuelve a ser un espacio destinado a exposiciones y encuentros culturales, tal como lo fue en otros tiempos.
-¿Qué buscan provocar en quienes visiten Le Flâneur?
—Buscamos que la gente se sienta cómoda, que pueda disfrutar de la belleza, de los detalles y de la historia sin solemnidad. Que el edificio vuelva a ser un lugar vivido, recorrido, habitado. Le Flâneur es una invitación a mirar la ciudad con más calma, quedarse, conversar y regresar. Es una forma de recuperar parte de nuestra historia y volver a integrarla a la vida cotidiana. Nada de esto sería posible sin el estudio de arquitectos, sin los oficios, sin cada persona que puso sus manos en esta obra. No es solo un edificio restaurado: es un lugar que vuelve a formar parte de la ciudad.
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