Abrís los ojos, pero sentís que no descansaste. El cuerpo pesa como si llevaras una mochila de ladrillos y la cabeza ya arranca sola, repasando pendientes, mails y problemas del trabajo. Te levantás casi sin pensar, en automático: no hay ganas, solo la obligación de seguir la rutina.
En la oficina, frente a la compu, el cansancio se mezcla con el vacío. Lo que antes te entusiasmaba hoy se siente sin sentido. Te cuesta concentrarte, estás irritable, nada alcanza. Y en el fondo, aparece esa voz que duele escuchar: “No puedo más”.
Esa escena, tan reconocible para muchos, describe lo que hoy llamamos burnout: un síndrome de agotamiento físico y emocional que no aparece de un día para el otro, sino como resultado de un estrés crónico que se acumula con el tiempo.
Las cifras globales son contundentes: un 84% de los empleados reporta estrés laboral, porcentaje que se eleva al 91% en la Generación Z y al 87% entre los millennials, según un estudio internacional realizado a casi 12 mil personas de entre 18 y 65 años.
En Europa, el 59% de los trabajadores declaró haber experimentado burnout o estar cerca de hacerlo, cifra que asciende al 69% en los menores de 25 años. En América Latina y el Caribe, los datos hablan de un 67% de personas emocionalmente agotadas en el entorno laboral.
La Organización Mundial de la Salud define el burnout como un síndrome con tres dimensiones:
No se trata de una “mala racha”, sino de un fenómeno reconocido que impacta directamente en la salud y la calidad de vida.
El burnout no llega de golpe: se desarrolla de manera progresiva. Entre los signos más frecuentes, aparecen:
Estudios recientes muestran que el desgaste laboral es más común entre los 20 y 35 años y que las mujeres suelen tener un nuevo pico de vulnerabilidad a partir de los 55 años, en parte por las cargas sociales y de género.
El burnout no depende solo de la persona, sino también del contexto. El exceso de tareas, los tratos injustos, la falta de autonomía y de apoyo son factores que multiplican el riesgo. El informe Risk Outlook 2024 de International SOS advierte que ocho de cada 10 organizaciones esperan que sus empleados sufran estrés y agotamiento en los próximos 12 meses.
Por otro lado, la baja implicación y productividad vinculada a la mala salud mental cuesta 8,9 billones de dólares a la economía global, según Gallup.
Esto demuestra que no alcanza con recomendar “hacer mindfulness” o tomar charlas motivacionales: lo que se necesita son cambios reales en las dinámicas de trabajo.
Frente a este panorama, la ciencia sigue buscando respuestas. Un estudio de la Universidad de Harvard demostró que incluso una siesta corta de 30 minutos mejora el rendimiento cognitivo y ayuda a prevenir síntomas de agotamiento. Dormir bien, mantener hábitos saludables, entrenar la resiliencia y cuidar los vínculos sociales son herramientas fundamentales.
Pero también es clave que las organizaciones asuman su parte. Un entorno laboral sano, con cargas equilibradas, reconocimiento y apoyo real, puede marcar la diferencia entre un empleado motivado y uno al borde del colapso.
Más allá de las estadísticas, el burnout interpela algo más profundo: la relación con nuestro propósito y la forma en que vivimos el día a día. Porque detrás de cada caso, hay una persona que siente que, pese a “tener todo”, se quedó sin energía, sin ilusión y sin ganas.
Reconocerlo a tiempo, pedir ayuda y abrir la conversación es el primer paso para dejar de naturalizar este desgaste que, lejos de ser una moda, se convirtió en una epidemia silenciosa.
(*) La Dra. María Luciana Ojeda (M.P. 07.257) es médica especialista en Psiquiatría. Diplomada en Adicciones, con formación en Terapia Dialéctico Comportamental y abordaje cognitivo integrativo. Fellow en Demencias y Enfermedad de Alzheimer.
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