Durante mucho tiempo, decir malas palabras estuvo asociado al enojo, la falta de control o la mala educación. Sin embargo, la ciencia empieza a mirarlas desde otro lugar.
Un estudio reciente sugiere que decir palabrotas, en determinados contextos, puede aumentar la fuerza, la concentración y el rendimiento, al menos durante esfuerzos físicos cortos e intensos.
Lejos de ser un simple desahogo, las palabrotas podrían funcionar como una herramienta psicológica que ayuda a liberar límites internos. Según los investigadores, no aportan energía extra ni estimulan la adrenalina, pero sí parecen aflojar los frenos mentales que muchas veces nos hacen rendir menos de lo que realmente podemos.
La investigación fue dirigida por Richard Stephens, de la Universidad de Keele (Reino Unido), y publicada en la revista American Psychologist. El equipo realizó dos experimentos con 182 personas adultas, de entre 18 y 65 años, sin problemas de salud que impidieran el esfuerzo físico.

Los participantes realizaron una prueba exigente pero breve: una flexión sostenida sobre una silla, manteniendo el peso del cuerpo con los brazos durante el mayor tiempo posible, con un límite de seguridad de 60 segundos.
Cada persona repitió la prueba dos veces. En una, debía repetir una palabrota elegida por ella misma cada dos segundos. En la otra, repetir una palabra neutra, sin carga emocional. El resultado fue consistente: cuando decían palabrotas, lograban sostener el esfuerzo entre 2,5 y 3 segundos más que cuando usaban palabras neutras.
Puede parecer poco, pero en contextos donde el rendimiento físico es clave —deporte, rehabilitación o entrenamiento— esa diferencia puede ser significativa.
Los investigadores buscaron entender por qué ocurre este efecto. La respuesta no estuvo en la adrenalina ni en una activación física directa, sino en factores psicológicos.
Decir palabrotas pareció mejorar tres aspectos clave:
Stephens y su equipo proponen que las palabrotas generan lo que llaman una “desinhibición del estado”. En términos simples, el cerebro baja momentáneamente el sistema de alerta que nos hace ser prudentes, contenidos o autocontrolados, y permite acercarnos más a nuestro límite real.
“En muchas situaciones, las personas se frenan, consciente o inconscientemente, para no usar toda su fuerza. Decir palabrotas es una forma fácil de sentirse concentrado, seguro y menos distraído”, explicó Stephens.
El humor aumentó durante las pruebas con palabrotas, pero no fue el factor que explicó la mejora del rendimiento. No se trata de reírse más, sino de interrumpir la rumiación mental que aparece cuando el cuerpo empieza a incomodarse.
El estudio se realizó en un entorno controlado y solo midió esfuerzos físicos breves, por lo que sus resultados no pueden extrapolarse automáticamente a todas las situaciones. No está probado, por ejemplo, que decir malas palabras mejore el rendimiento en actividades de resistencia prolongada.

Aun así, los investigadores plantean posibles aplicaciones futuras: rehabilitación física, entrenamiento deportivo o situaciones donde el bloqueo psicológico limita la acción. También aclaran que no se trata de fomentar insultos constantes ni de justificar conductas inapropiadas en público.
Como toda herramienta, el contexto importa. Una palabrota puede ayudar a cruzar un umbral interno, pero no reemplaza el entrenamiento, la técnica ni el cuidado del cuerpo.
El valor de este estudio no está en promover el uso indiscriminado de malas palabras, sino en mostrar cómo el lenguaje influye en el cuerpo y la mente. Las palabrotas, por su carácter tabú, parecen tener un peso psicológico especial que otras vocalizaciones no logran del todo.
La ciencia ya había observado efectos similares con gruñidos o gritos durante el esfuerzo. Las palabrotas suman algo más: rompen la autocensura, aunque sea por unos segundos.
En un mundo que exige control constante, quizás entender cuándo soltar —incluso con una palabra fuerte— también sea parte del equilibrio.
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