Imaginá tu primer día de trabajo: entrás a una reunión importante y te caés delante de todos. Esa sensación que recorre el cuerpo y te hace desear desaparecer se llama vergüenza, una emoción universal que, según la ciencia, es mucho más útil de lo que pensamos.
“Se trata de una emoción autoconsciente que depende de cómo creemos que los demás nos perciben”, explica la investigadora Laura Elin Pigott, de la Universidad South Bank de Londres, que lideró un estudio reciente sobre el tema. A diferencia de la culpa o el remordimiento, la vergüenza no suele estar ligada a una transgresión moral, sino a parecer torpe o fuera de lugar.
Lo más interesante es que cumple un rol social. Nos recuerda que valoramos la opinión de los demás y que queremos ser aceptados en nuestro entorno. Esto, lejos de ser negativo, puede ayudarnos a mejorar nuestras relaciones.
Los psicólogos evolucionistas consideran que la vergüenza funciona como un mecanismo de cohesión social. En sociedades antiguas, mostrar vergüenza al cometer un error probablemente ayudaba a evitar conflictos y a ser percibido como confiable.
Las señales visibles de vergüenza, como el rubor o tropezar con las palabras, suelen interpretarse como honestidad. De hecho, diversos estudios muestran que las personas que evidencian vergüenza son vistas como más generosas y accesibles.
Esta emoción también es contagiosa. Cuando vemos a alguien pasar un momento incómodo, tendemos a sentir incomodidad por él o ella y a intentar aliviar la situación. Esa empatía fortalece los vínculos y mantiene la armonía en el grupo.
La vergüenza no depende de una sola zona cerebral. Es el resultado de la acción coordinada de varias regiones:
En personas con ansiedad social, la actividad de la CPFm es más baja y la de la amígdala más alta, lo que dificulta evaluar las situaciones de forma realista y potencia el temor a la exposición social.
Momentos como enviar un mensaje al grupo equivocado o tener la remera al revés en una reunión pueden parecer insignificantes, pero nuestro cerebro los procesa como pequeñas amenazas sociales. La vergüenza nos impulsa a corregir el rumbo y a respetar las normas, incluso las no escritas.
Un recurso frecuente es reírnos de nosotros mismos. “La risa nerviosa transforma el incidente de algo amenazante a algo inofensivo”, señalan los investigadores. Esto no solo reduce el estrés, sino que también transmite humildad y cercanía.
Eso sí: un exceso de vergüenza puede ser perjudicial. Si el temor a hacer el ridículo limita las actividades diarias o genera aislamiento, podría estar asociado a ansiedad social y requerir apoyo profesional.
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