Todos en algún momento escuchamos o utilizamos expresiones como “¡Qué paladar tan exigente tenés”, pero esta aseveración no es del todo correcta o, al menos, es incompleta, ya que realmente saboreamos con el cerebro y no con la boca. La comprensión del sentido del gusto aún está muy limitada y diferentes estudios empíricos apoyaron con datos diferentes ideas.
Indudablemente, el primer contacto de un individuo con el sabor de un alimento es la boca, al probar cualquier tipo de comida, su sabor impacta inicialmente en las papilas gustativas situadas en la lengua, el paladar y la faringe, pero inmediatamente después se envían, desde estas ubicaciones, mensajes hacia los centros receptores de información del cerebro que son quienes realmente interpretarán las señales recibidas.
Así, en primer lugar, esta información sensorial llega a la zona postcentral del lóbulo parietal donde se reciben la mayoría de las proyecciones procedentes de los sistemas de entrada sensorial, pero, además, dichos mensajes activan la corteza insular del cerebro, estructura encargada de identificar qué sabor estamos degustando.
A esta conclusión se llegó en un estudio tras analizar mediante resonancia magnética funcional a un grupo de personas mientras probaban distintos sabores y alimentos. Así se descubrió que la ínsula cerebral decodifica las señales que llegan desde las papilas gustativas, reaccionando de un modo diferente a cada sabor introducido. Por tanto, es el patrón de activación lo que nos permite saber qué sabor está detectando el individuo.
Pero el fenómeno va mucho más allá, ya que la información enviada por los sentidos al probar los alimentos también llega hasta la amígdala cerebral, región situada en el lóbulo temporal que es la encargada de identificar si un sabor nos resulta agradable o no y si lo aceptamos o lo rechazamos. Es de dominio público el fascinante hecho de que un mismo sabor puede despertar reacciones completamente diferentes en dos personas. Por ejemplo, el chocolate es para muchas personas un auténtico placer, mientras para algunas otras resulta intolerable y se cree que la amígdala es la responsable de realizar esta valoración.
No obstante, es cierto que el sentido del gusto y las preferencias personales evolucionan, bien sea con la práctica o con el mero paso del tiempo. Es decir, un niño encontrará el sabor del café completamente desagradable, pero, al crecer, puede que comience a apreciarlo y su actitud hacia el mismo cambie radicalmente.
Además, existe una región cerebral que nos ayuda a recordar si ya estuvimos en contacto previamente con ese sabor. Es el sistema límbico y gracias a que él alberga la memoria sensorial del sentido del gusto podemos saber si ya probamos antes dicho alimento y lo que experimentamos al hacerlo. Es de este modo que podemos “educar nuestro paladar” para recordar matices y distinguir sabores. Esto es lo que ocurre cuando se realiza un curso de cata de vinos o de aceite de oliva. A medida que vamos probando y familiarizándonos con los diferentes sabores, también vamos siendo capaces de recordarlos y distinguirlos.
La especialista dijo que aún falta mucho por saber respecto al funcionamiento del sentido del gusto. No obstante, los hallazgos descritos nos permiten utilizar de mejor manera nuestras capacidades. Así, sabemos que el cerebro es capaz de diferenciar entre los distintos tipos de sabores y condicionar nuestra reacción.
Sabemos también que podemos entrenar al cerebro para recordar y diferenciar sabores y matices para lo cual sería recomendable comer y beber prestando toda nuestra atención. Sin embargo, aún falta por descubrir la razón por la que los alimentos nos resultan agradables o intolerables a nivel individual y, cuando alcancemos ese hito, podremos realizar grandes avances respecto a la promoción de una alimentación saludable.
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