En las últimas décadas, la percepción y la relación con el trabajo experimentaron una profunda metamorfosis.
La idea de que el esfuerzo, la responsabilidad y el compromiso eran los pilares inquebrantables de una carrera sólida parecen estar siendo cuestionadas por una generación que busca redefinir su vínculo con el empleo. Pero, ¿realmente estamos presenciando una crisis de valores o simplemente una evolución natural en respuesta a un contexto social y económico cambiante?
Por un lado, se observa un cambio cultural que prioriza el bienestar emocional, la flexibilidad y la realización personal por encima de los modelos tradicionales de ascenso laboral.
La “sociedad líquida” de Bauman parece reflejarse en las nuevas formas de entender el éxito: experiencias, viajes, autonomía y menos ataduras a bienes materiales.
La rutina rígida y la escalera jerárquica que caracterizaban generaciones anteriores parecen dar paso a trayectorias profesionales más fragmentadas, híbridas y autogestionadas.
Por otro lado, no se puede ignorar que estas transformaciones están también alimentadas por una realidad económica marcada por la precarización, la inseguridad laboral y la desigualdad.
Muchos jóvenes no encuentran en el trabajo la misma promesa de estabilidad ni de progreso que sus abuelos o padres.
La dificultad para acceder a una vivienda propia, la informalidad laboral y la dependencia del Estado o de planes sociales generan un escenario donde vivir al día se vuelve norma más que excepción.
Este panorama genera tensiones entre generaciones. Los mayores tienden a ver a los jóvenes como menos comprometidos o frágiles, mientras estos últimos reivindican su derecho a replantearse sus prioridades y a buscar un equilibrio diferente entre vida personal y profesional.
La narrativa del “trabajo para toda la vida” cede ante discursos que invitan a escuchar las emociones, a salir de la zona de confort y a valorar las experiencias vitales por encima del estatus material.
Es importante entender que estos cambios no son ni buenos ni malos per se. Son parte de un proceso complejo donde conviven distintas formas de concebir el trabajo y el éxito.
La clave está en encontrar un equilibrio que permita integrar lo mejor del pasado -el compromiso, la responsabilidad- con las nuevas demandas -la flexibilidad, la autonomía, el bienestar emocional- sin perder de vista que el trabajo sigue siendo uno de los principales vectores de identidad social y personal.
Quizá sea momento de abandonar las etiquetas simplistas como “generación de cristal” o “generaciones de hierro”. En lugar de eso, deberíamos apostar por construir puentes que integren fortaleza con sensibilidad, normas claras con modelos flexibles. Solo así podremos afrontar los desafíos actuales sin renunciar a los valores esenciales que hacen posible una sociedad más justa y humana.
Al fin y al cabo, cada época necesita encontrar sus respuestas. La pregunta no es si estamos ante una crisis del trabajo tradicional, sino cómo podemos reinventar ese concepto para adaptarlo a las nuevas realidades sin perder su esencia: dignidad, propósito y comunidad.
*El autor es periodista
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