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Memorias de un sabio descarriado: las aventuras del Ronco, el guardavidas que vive hace 20 veranos en una combi

Es el “bañero” más antiguo de Pinamar. Llegó en 1979 y no faltó ninguna temporada. Nadie sabe su verdadero nombre, ni su edad. “Me gusta más nadar que caminar”, asegura. Sus historias con animales marinos y los rescates más impresionantes en 42 años de oficio

El colchón de una plaza entra perfecto, de la cola a la trompa, y todavía queda espacio para que el Ronco gire recién despierto, apoye los pies sobre el chasis, empuje la puerta con los brazos y de un impulso salte hacia la arena: el pequeño primer paso del gran hombre anfibio cada día del verano en Pinamar desde hace 42 años es dirigido a la vastedad que lo nutre, el mar. Cuando asoma la cabeza por la Combi, la playa es toda del Ronco, todavía conserva el misterio de la noche. Su cabellera blanca de criatura marina brilla en el amanecer y se interna en el agua con el sol que se intuye sobre el fondo.

“Es difícil conocer bien el mar. Es un desafío. El mar cambia todo el tiempo y te podes encontrar con cualquier cosa. Hay que entrar a nadar cada día, hacerse amigo”. Ronco no dice cómo se llama ni cuántos años tiene. La edad se puede intuir -tiene un hijo y una hija, de 29 y 26, ¿está cerca de los 60?- y este verano se convirtió en el guardavidas más antiguo de todos los que trabajan de evitar que el mar se trague personas en Pinamar. Hace 16 que es la referencia del parador Hemingway de Cariló, donde veranean algunos de los cuerpos más importantes de la Argentina: de empresarios a futbolistas, de políticos a juezas.

Y mientras todos duermen en casas bajo el bosque del barrio más exclusivo de Pinamar, hace 20 años que el Ronco ronca en el colchón metido en la camioneta, estacionada a 20 metros del mar, para no alejarse demasiado de su fiel compañero. “¿Sabes qué es lo bueno? Te despertás y tenés el mar encima. Me he metido a nadar antes de que salga el sol. Y cuando sale le pegás al agua y es naranja, es una cosa hermosa, dura un minuto o dos, es cuando el sol está al ras del agua. Es una locura”, cuenta.

Ronco comenzó a nadar de niño. Jugaba al waterpolo, corría carreras de aguas abiertas, buceaba. Y a los 16, después de acompañar a un primo guardavidas en su casa rodante a un trabajo en Mar de Ajó, decidió que quería vivir de eso, en la aventura de dialogar cada día con el mar, aspirar a de alguna manera dominarlo. A los 17 hizo el curso de “bañero” y al verano siguiente empezó a trabajar en Pinamar, en plena dictadura, fines de los 70.

Ronco vio convertirse a Pinamar en el lugar del poder, lo vio pasar de pueblito a ciudad, conoció Cariló cuando era un barrio privado reservado a los militares y vio desfilar a Pappo, a Pergolini, a Dolores Barreiro, a Valeria Mazza, vio miles de tapas de Gente, y también vio apagarse todo aquel fulgor.

Nada de eso lo fascina demasiado, de todos modos. Su foco está en el agua. Es un asceta del mar. Y un explorador de aventuras. De joven Ronco venía desde La Plata, la ciudad donde vive fuera de temporada, en una casa rodante que vendió cuando tuvo hijos. Entonces vino la etapa de alquilar un “departamentito” en Pinamar y hace 20 años, ya separado, se compró una combi y le tiró un colchón adentro. Un verano se quedó las primeras noches ahí y no salió más.

“Fue por necesidad. La temporada no rendía como antes. En los 80 era buena plata y podías juntar pero se fue cayendo. La verdad que no necesitas más que un colchón”, explica desde la torre donde observa que en el mar no haya anomalías que lo obliguen a salir disparado hacia la profundidad a él y a su fiel compañero desde hace 16 años, Gustavo Ehlke, “amigo, hijo y a veces amante”, bromea.

Hasta hace unos años, Ronco iba y venía de La Plata con la combi. Una vez se le rompió el embrague y tuvo que volver a 20 kilómetros por hora. Era cuando las rutas tenían un carril para cada sentido. Le llevó 11 horas y en el camino cosechó decenas de miles de insultos de los viajeros.

“Iba tan despacio que podía ver las hormigas a mi lado”, cuenta entre carcajadas. Durante un tiempo su camioneta tenía luz, cocina. Ahora es solo para dormir. “Y alojar a alguna dama cada tanto. Yo soy soltero. Y acá las mujeres son todas casadas. Cada tanto la combi tiembla hasta 8 en la escala de Richter”, dice con precisión de sismógrafo del amor.

Las verdaderas aventuras del Ronco están en el agua. Salvó algunas vidas, encontró varios muertos, tuvo encuentros cercanos con todo tipo de animal acuático, creyó que iba a ser devorado por un elefante de mar pero nunca tuvo miedo. Esa, cree él, el último exponente de la vieja guardia del mar, es la característica esencial del “guardavidas argentino”.

“Hay que tener huevos para ser guardavidas en el mar argentino porque es bravo, no es el Caribe. Pero además tenés que tener cabeza, plantear una estrategia cuando haces un rescate. Tenes que saber leer el mar, las corrientes, los chupones, tenés que ser medio pillo. Además podes ir a buscar una persona y te encontrás tres. Y tenés que ir mirando, no podes agachar la cabeza y nadar”, describe Ronco, que de abril a noviembre trabaja como service de instalaciones de gas en La Plata.

“La gente pasa y me dice ‘che, te acordás que salvaste a mi hija’. A veces te cuesta recordar, pero cuando hacés rescates de verdad te quedan grabados. Una vez salvamos a un paracaidista. Eramos tres guardavidas para cinco personas. Fue en 2007. Saltaban acá en Pinamar y caían en la arena. Pero uno le pifió y cayó 500 metros para adentro”, comienza el relato, acompañado por Ehlke, con la fineza de quien ha contado la historia varias veces.

“Era diciembre. Estábamos mirando el avión, porque los muchachos eran clientes de acá. Los veíamos venir y caían y nos traían facturas desde arriba, unos genios”, agrega Gustavo. Pero esa mañana hubo algunas fallas. “Caen a unos 60 metros de acá y uno, el último, arranca para adentro del mar. Ya veíamos que no volvía porque el viento estaba de tierra. En esa época éramos dos guardavidas acá y los próximos estaban a 400 metros. Le digo a Gustavo, vamos porque no sale. El guardavidas de allá se tira y también los otros paracaidistas con los trajes puestos empiezan a meterse al mar”, introduce y sintetiza la escena: “Fue un chiquero”.

Ronco y Gustavo, hoy de 41 años, salieron corriendo, a la pasada manotearon los torpedos y una rosca salvavidas. “Sabíamos que los tipos no iban a volver. Mientras íbamos a buscar al que había caído lejos les íbamos dejando la rosca, los torpedos. El Pelado (por Gustavo) iba y venía, iba y venía. Sacaba a los tipos con su peso natural más el mameluco de paracaidista. Y yo me voy al que había caído. Cuando llego estaba el otro guardavidas enroscado en los hilitos del paracaídas y él se trataba de desenganchar y miro y “el” paracaidista era una mujer”.

El Ronco frena de golpe el relato. Con capacidad narrativa digna de Guillermo Coppola, va al hueso. “Alucinante”, dice. Y luego: “Era una mujer hermosa. Los pelos le flotaban, era una diosa, y el paracaídas se hundía y ella atrás, desesperada. Yo ya no tenía el torpedo, estaba solo, mi colega no se podía desatar. Entonces agarré el paracaídas, lo enrosqué y quedó con aire adentro y flotamos con eso. Ella tenía las piernas enroscadas en el paracaídas y con el mameluco”.

Gustavo había sacado a los amigos de la mujer y se sumó al rescate y entre los tres nadaron con la paracaidista y el paracaídas enganchado. “Entre los tres empezamos a tirar, yo llevaba a la chica, que estaba mal porque creía que se ahogaba pero yo estaba bien, consciente”, dice el Ronco.

Gustavo interrumpe y prosigue. “Y entonces vamos nadando y este me dice ‘sentile el perfume’”. Y el Ronco se suma: “El perfume era una delicia, no quería que me suelte más. Nos costó salir. Fue terrible pero jamás me olvidé de su perfume. Al otro año apareció la flaca, embarazada del marido. Era divina”.

Ronco es hombre divertido pero salvo situaciones excepcionales a las 12 de la noche está durmiendo, bajo el techo de su combi. “Hay que cuidarse porque donde le erras es una vida. Muchos dicen ‘qué lindo guardavidas, la pasas bárbaro’ pero a veces la pasas mal, ves gente sufrir, y te preguntas por qué no estoy en un kiosco de diarios. Tenes que estar bien porque sos un referente para la gente”, remarca.

Ronco dice que nunca nadie se murió en sus brazos. Busca en su archivo una historia curiosa. “Sacamos un féretro que venía flotando. Estábamos almorzando, era un día feo. Le digo al Pelado ‘mirá, hay un tronco’, era algo raro, estaba a unos 400 metros, no era muy lejos. Se veía. Era una cosita. Dejamos el almuerzo y fuimos. Era un féretro. Y lo sacamos. Adentro tenía cenizas en otro cajoncito, fotos, cartas. Estaba lleno de agujeros, se ve que lo tiraron para que se hunda pero se dio vuelta y los agujeros estaban para arriba. Vino la policía y estuvo dos días ahí tirado. Nos daba lástima porque terminó en la playa”.

Para el Ronco y su compañero, el peor enemigo no es la muerte en el mar sino la incertidumbre de encontrarse con algún animal, una situación inesperada. O aguas vivas. Varias veces el Ronco salió ardido del mar. O de la orilla. “Las aguas vivas son traicioneras. No me gusta ni exagerar ni mentir. Un día aparece en la arena un agua viva de 50 centímetros de diámetro. Yo nunca había visto algo tan grande, la gente estaba toda alrededor. Fui, la levanté como una torta, con la arena entre mis brazos y los tentáculos, que tienen el veneno, y la agarré y la fui a poner en el mar. Y cuando la estoy por tirar, delante de cientos de personas, el Pelado me dice ‘bésela compañero’, y no tuve mejor idea que darle un beso. ¡Y estaban los tentáculos para arriba! Fue como meter los dedos en el enchufe, quedé todo colorado, y tenía que disimular ante el público”.

Sin embargo, una de las incursiones al mar más pavorosa fue cuando encontraron en el camino un elefante marino. “Habíamos nadado unos mil metros para adentro y frenamos antes de volver. Estábamos charlando a un metro de distancia cada uno y por entre los dos sale un borbotón fuerte. Burbujas y burbujas. No quedamos extrañados, fue inusual. Y por ahí vemos que aparece una cabeza enorme, y nos mira y se mete abajo. Era un elefante marino. Dijimos, este nos come. Y el tipo salía y se metía, salía, nos miraba y se metía. Nos come dijimos. Y en un momento salió y sacó medio cuerpo. Era como un edificio”, relata Ronco y Gustavo aclara: “No podíamos hacer nada, ¿qué vas a hacer? ¿salir nadando?”.

“Si es un avión el tipo abajo del agua”, completa Ronco y sigue: “Entonces ya estábamos juntitos, uno pegado al otro, y el elefante sale de nuevo. Saca el cuerpo, nos miraba de arriba. Y ahí me decido, lo miro fijo y le digo: ‘Si no te vas te hago el amor, hijo de puta’. ¡Y se metió despacito y se fue! Es que yo hablaba en serio”, remata Ronco al borde del llanto de la risa.

Ronco sabe que las que vienen serán las últimas historias de una vida dedicada al mar. Se aproxima su edad de jubilación, a pesar de que su cuerpo conserva la solidez de la juventud y su actitud es la misma que aquel joven que volvió de Mar de Ajó a La Plata con el sueño de ser guardavidas para siempre. “Algún día no voy a poder entrar al agua, lo sé. Pero ni pienso. Odio eso. Hoy es hoy. Hoy vivo. Mañana no sé si me levanto”, comenta Ronco y evita la ola de la emoción. Entonces traga y mira al mar, su hábitat, el patio de su combi, su elemento. “Es que nadar es un placer. Me gusta más que caminar. Estás más cómodo en el agua, ¿viste?”.

- Yo debería escribir un libro con todo lo que viví, concluye con un suspiro el Ronco.

- ¿Y cuál sería el título?

- Una vez un director de un banco muy importante, después de una charla acá frente al mar, me dijo que yo era un sabio descarriado. Ese sería el título: “Memorias de un sabio descarriado”. ¿Te va?

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