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Volver de la muerte: Damián Pettovello, ingeniero agrónomo de Lincoln

Llegó a ser asesor máster de Bayer y dice que fue un “talibán del glifosato”. Cuando empezó a entender que el eje de su trabajo era matar, entró en crisis. Le detectaron un cáncer. Hoy es un educador agroecológico en 15.000 hectáreas. Las corporaciones desde adentro. La mentira de las “buenas prácticas agrícolas”, y cómo regenerar la vida.

La historia de Damián Pettovello indica que nació en 1971, y renació en 2015.

Es ingeniero agrónomo. Fue asesor privado de productores agrícolas, y evaluador de productos de las empresas multinacionales emblemáticas de los agronegocios. O sea: un profesional exitoso, y hasta el rostro que Bayer mostró para difundir la eficiencia con la que actúan sus pesticidas.

Pero en enero de 2015 lo operaron dos veces de una especie de lunar que había aparecido en su panza y día a día, duda a duda, cambiaba de forma, de marrón y de profundidad.

Diagnóstico: no era un lunar sino un melanoma. Cáncer. Células que se replican para matar.

En aquel enero quirúrgico, además, tuvieron que destaparle las arterias con una angioplastia y colocarle tres stents porque la circulación estaba bloqueándose, y el corazón de Damián no lograba hacer bien lo suyo.

Percibió un tercer fenómeno inesperado, en los ojos: veía cada vez mejor lo que estaba ocurriendo a su alrededor. Observaba desde otra perspectiva, y con asombro, en qué consistía ser un símbolo de éxito.

Dice hoy que en realidad fue un “talibán del glifosato”. Cuando ese mundo se le hizo evidente, cuando superó el abismo oncológico y los bloqueos arteriales, Damián Pettovello renació de muchas maneras.

Su profesión, sus días y sus sueños fluyeron hacia otro esquema de producción, con un proyecto tal vez inusual: replicar la vida.

Árbol mea perro

Llegó al mundo el 23 de mayo de 1971 a bordo de un curioso país llamado Argentina y vivió siempre en Lincoln, provincia de Buenos Aires, ciudad en la que hoy habitan 28.000 almas. Su padre fue empleado del Banco Provincia durante el día, de una secadora de granos por la noche y, sobre todo, apicultor. Damián tiene dos hermanos, uno mellizo, y desde chico salió a recorrer el universo de Lincoln cabalgando en bicicleta: “Siempre fui medio buscavidas. Repartíamos con mi hermano una revista que salía los sábados, vendíamos unos pasteles exquisitos que hacía una vecina, y fruta de la chacra de mi abuelo: pomelos, naranjas, higos. En realidad los higos me los comía yo. Barrí veredas, limpié vidrios, pero sobre todo ayudé a mi viejo con las colmenas. Y cuando terminé el secundario, me fui a La Plata”.

Estudió Agronomía. “No teníamos tierra, pero el campo era el entorno en el que me había criado. Me gustaban la biología y la naturaleza”. Trabajó como ayudante de alumnos, fue pasante en un ministerio y egresó en 1998 con uno de los seis mejores promedios de la Facultad. Supe el dato por Internet y no por Damián, a quien acaso le dé pudor contar esas cosas.

Dice: “Hice la carrera como todos, aprendiendo qué formulaciones se utilizaban para matar plagas y malezas. Ese era el enfoque. No hablábamos de biología, de especies, sino de productos y dosis. Para mí era lo normal”.

Al salir de la facultad lo normal era buscar trabajo, porque además se había casado con la novia de toda la vida, Mariana Ciriello, odontóloga, y había hecho su aparición en escena Ceferino (hoy 21 años, el mayor de los tres hijos que ha tenido la pareja, seguido por Francisco, 12, y Serena, 8).

“Un colega me dio trabajo en Lincoln, pero duró poco. Era 1999. En los campos no te contrataba nadie. Salí a buscar en las agroquímicas: Basf, Novartis. Conseguí trabajo con una empresa vinculada a Dow en la parte de asistencia técnica a los productores. El objetivo era que la empresa vendiera pesticidas”.

En 1996 el menemismo vía Felipe Solá (secretario de Agricultura) había aprobado la soja transgénica en base a un informe de Monsanto, que ni siquiera se tomaron el trabajo de traducir. Los Monsanto Papers (monsantopapers.lavaca.org) y los juicios en Estados Unidos demuestran hoy cómo la multinacional manipulaba esos trabajos pseudo científicos.

Comenzó a trabajar como asesor. Pasó el estallido de 2001, empezaba a soplar fuerte el viento de cola transgénico, y el gobierno de Eduardo Duhalde pesificó las deudas: “Muchos del agro estaban fundidos pero ahí se acomodaron. Deberían tener estampitas de Duhalde y Remes Lenicov”.

Recuerda Damián: “El modelo empezaba a colocar en la cabeza de todos el término ‘empresario’. Eso le gustó al chacarero, agricultor o productor. Se sintió parte del sistema. Pero como venía toda la novedad del paquete tecnológico de agroquímicos para poder hacer transgénicos, ese empresario contrataba a un ingeniero agrónomo como asesor para que tomara las decisiones. Confiaban en que uno no iba a hacer macanas. Hoy creo que les hacía el cagadón de la vida, sin saberlo, pero como había ganancias a nadie le importaba. Y se invirtieron los roles: en lugar del dueño, el tomador de decisión pasó a ser el asesor, que es parte de los recursos del sistema”.

Reflexión: “En el país muchas cosas son así: el árbol mea al perro”.

La cara de Bayer

En esa primera década del siglo, otros propietarios de campos arrendaban sus tierras a sojeros o a pooles de siembra que a su vez contrataban asesores mientras el viento traía dólares para todos. Los campos se iban vaciando de gente. Los técnicos mataban todas las malezas resistentes. O casi.

Había resistencias de otro tipo en los pueblos fumigados, o en las alarmas que encendían los médicos rurales que denunciaban el crecimiento del cáncer, los abortos a repetición, las malformaciones de recién nacidos.

Damián: “Ni me enteraba. Yo estaba en un frasco. No sabía nada de Andrés Carrasco (el científico vituperado por ambos lados de la grieta por revelar públicamente los efectos del glifosato), ni de las denuncias contra Monsanto. Yo no creía estar haciendo nada mal, al contrario, era reconocido. Trabajé para Dupont, Syngenta. Me contrataban para hacer ensayos de evaluación de semillas, y también de pesticidas, herbicidas, fungicidas que se desarrollaban para matar todo lo que no fuese transgénicos. Y me iba muy bien”.

Venía de haberle comprado su casa a un vecino de Lincoln según la vieja usanza: de palabra. Muy pronto pudo pagarla con los ingresos cada vez más abultados que le llegaban. “Viajé a donde te imagines: Estados Unidos, Brasil, Cuba, recorrí buena parte de Europa, y no me alteraba en nada la situación económica”.

La relación con Dow Agrosciences: “Había hecho un laburo del insecticida marca Coragen con el principio activo clorantraniliprole. Me contrataron luego para dar unas charlas. Claro, era un mero multiplicador de ganancias para la empresa. Me invitaron a Estados Unidos, a la Universidad de Delaware, y estuve en el museo de Dupont donde pude ver que el origen de la empresa fue la guerra, como fabricante de pólvora y explosivos”. Su amigo desde la época de la Facultad, Facundo Alvira, era el gerente de marketing de Dupont.

Continúa la foja de servicios: “Estaba entre los llamados Asesores Master de Bayer (laboratorio y empresa alemana de agroquímicos que más tarde, en 2018, compró a Monsanto en 63.000 millones de dólares). Me invitaron a Alemania. Yo no veía la realidad. O hacía una negación. Era exitosísimo a nivel profesional y económico. Llegué a una situación que nunca imaginé”.

Uno de los productos de Bayer ensayados por Damián tiene también nombre bélico, Percutor, un herbicida que se agrega al glifosato. Un video promocional de Bayer muestra al propio Damián diciendo acerca de los efectos del pesticida sobre las malezas: “Tuvo un muy buen control: la que no mató, la dejó totalmente suprimida. Realmente no sufrimos competencia este año de rama negra en las parcelas en las que se aplicó Percutor”.

El Damián Pettovello que está en ese video de 2013 es muy distinto al que habla ahora: tenía un aspecto rígido, tecnocrático y cool al mismo tiempo, con esa jerga agromilitar que tanto excita a quienes sin embargo promocionan la llamativa idea de que los venenos no son venenosos: el árbol y el perro.

La resistencia del cuerpo

El trabajo de Damián Pettovelllo se hacía más intenso: “Había más resistencias, más malezas, y cada vez había que aplicar más dosis. Yo era capaz de duplicar la dosis si no me funcionaba lo que decía el laboratorio. Y eso era elogiado. ‘Mirá qué bueno lo que hace el flaco este’. Y te promocionaban por todos lados para hacer lo mismo: exterminar, barrer con todo, garantizar la rentabilidad. Pero la verdad es que el productor no ganaba. Los únicos que ganan siempre, seguro, son los fabricantes de agroquímicos”.

Terminaba 2014 y empezaba 2015: “Soy un agradecido a la vida porque me dio capacidad de observación, entre otras cosas. Todo esto me venía haciendo ruido. Un día fui al campo y me empezó a doler el estómago. Miré alrededor y me di cuenta de que lo único que estaba haciendo era matar plantas, matar insectos, matar y matar. Me tuve que ir. No me sentí bien. Era una angustia. Era pensar: ¿qué estoy haciendo? Y al mismo tiempo Mariana, que es la mejor compañera que me pudo tocar en la vida, me decía: ‘tenés que hacerte ver eso’, por lo del lunar que no era un lunar. Todos los médicos después me decían: le debés la vida a tu señora”.

El melanoma fue totalmente extirpado en dos intervenciones. “Pero lo peor fue cómo me pegó todo en el alma. Antes de saber lo del cáncer, aquel día en el campo, entendí que durante años había estado haciendo mucho daño. A mí no me gusta hacerle daño a nada ni a nadie. Entré en una crisis muy profunda. El proceso recién había comenzado”.

Podría pensarse que el modelo productivo actúa con la naturaleza como si fuese un cáncer al que hay que extirpar. Y al hacerlo, se convierte en cancerígeno. Y podría pensarse también que la última resistencia al modelo son los cuerpos, cuando enferman y encienden alertas, cuando tantas veces expresan con un cáncer o con otras desventuras que las cosas no están funcionando.

En medio de lo del melanoma, le realizaron la angioplastia. En esa oscuridad, Damián llamó a Facundo Alvira, de Trenque Lauquen: “Amigo, no puedo seguir más. Dejo esto. No sé qué hacer”. Facundo percibía sus propios ruidos en relación al trabajo en el planeta del agronegocio. Poco después, en marzo, le detectaron cáncer a su esposa. “Fue el mismo día que la OMS (Organización Mundial de la Salud) clasificó como posiblemente cancerígeno al glifosato”, recordó Facundo en la MU 127 (Infiernos & paraísos).

Dos winners se encontraron así en estado de angustia, incertidumbre y desorientación, oficios muy extendidos en estos tiempos. Damián y Facundo habían sido alumnos, en la materia Cereales, de Santiago Sarandón, quien luego creó la primera Cátedra de Agroecología del país en la Universidad de La Plata. Facundo: “Yo ni sabía qué era la agroecología. Me reuní con Sarandón, me contó el concepto, me habló de transiciones, leí el libro Suelo, hierba, cáncer de André Voisin, y entendí todo”.

Retoma el relato Damián: “Vino Facundo, me contó la charla, y dijimos: este es un camino. Me puse a buscar, a leer, a estudiar. Empezaron a aparecer las respuestas. Yo vivía en un frasco, y se rompió el vidrio”.

Damián y Facundo habían entendido el pasado a los golpes, pero faltaba decidir qué hacer con el futuro.

A mí no me corran

El hombre que por la enfermedad y la tristeza estaba a punto de dejar la actividad agraria, volvió a los campos con un proyecto curativo. Hoy Damián y Facundo trabajan unas 15.000 hectáreas de 10 productores en sus respectivas transiciones del modelo convencional al de agroecología en Lincoln, Trenque Lauquen, Punta Indio, Córdoba, La Pampa y Entre Ríos. No tienen campos propios, alquilan para producir mientras restauran el campo, o trabajan en campos que los contratan para volverse agroecológicos.

Rechaza una palabra: “Antes era ‘asesor privado’: privado de la sociedad. Ahora somos educadores en agroecología. No vamos a tomar decisiones o proponer recetas, sino a acompañar al productor para que decida por él mismo”.

Crearon además Tekoporá, voz guaraní que tiene que ver con el buen vivir colectivo, la belleza, el bien, la cultura. Es un proyecto agroecológico con 56 hectáreas en Trenque Lauquen y 36 en Lincoln, que busca mostrar, contagiar, producir: “Primero, estamos contentos. En lo productivo, vemos que es rentable para el que produce, con mucha menor exposición al riesgo económico y financiero que antes. Nos cierra por todos lados”. La ganancia inicial: eliminación de costos en pesticidas y fertilizantes químicos.

¿Eso es la agroecología? “No es solo lo productivo. Es una forma de vida que promueve el bien común para ser socialmente justa y que tiene que ser económica y financieramente viable. Y regenerativa del suelo, al revés que el sistema actual que es degenerativo, porque se lleva puestos a los recursos y a las comunidades. Estamos ante un vaciamiento de los sistemas de vida, entonces lo agroecológico es algo que viene a replicar lo vivo, y eso te conecta también con la soberanía alimentaria, tecnológica y energética. Y con el respeto”. El proyecto Tekoporá incluye granos, ganado, monte frutal, gallinas: diversidad funcionando.

En términos prácticos se trata de diseños de los campos con diferentes cultivos para recuperar los suelos arruinados y degradados por el agronegocio. “Son consociaciones de distintas especies, gramíneas, leguminosas, todo otro estilo de trabajo donde las malezas dejan de serlo, y cumplen un rol para lograr la cobertura y el cuidado del suelo, para nutrirlo. Del suelo sano nacen plantas sanas y salís de un paradigma de escasez a uno de abundancia. En las consociaciones cada especie tiene su función y su complementariedad. Y entendés algo: en la vida triunfan los que se asocian”.

Primer síntoma de éxito del proyecto, mientras recorremos Santa María, campo de 335 hectáreas de Julián Amorin (que hasta hace poco era arrendado para soja transgénica): el regreso de los pájaros. Hay un conjunto de plantas que lograron resistir a los agrotóxicos: rama negra, amaranto, escoba dura, sorgo de Alepo, raygrás, yuyo colorado. “Acá no molestan”.

Damián describe: “Vivo bien, gano menos que antes, pero preciso menos, y estoy mucho mejor. Es otra vida. Yo no veía. No entendía que era un modelo enfermo. Me hago cargo. No lo digo con vergüenza sino con pena porque sé que hice mal. Fui parte de una gran mentira sin darme cuenta. Fui estafado, y colaboré con la estafa. Si alguien me quiere matar por eso, pediré disculpas y trataré de que no lo hagan. Pero hay que transmitir la verdad”, dice este ingeniero que tal vez sea una de las pocas personas que puedan simbolizar la idea de arrepentimiento como un gesto de sinceridad y reparación, y no como simulacro mediático y judicial.

Desde dónde hablar: “Los que venimos de los agronegocios estamos en un lugar particular: sabemos de lo que hablamos. Yo sé lo que provoca un producto. A mí no me pueden engañar diciendo que no es tóxico. Trabajé para ellos y fui el que evaluó esos productos. En aquel momento no entendí el alcance de lo que hacía. Pero hoy sí que lo entiendo: a mí no me corran”.

¿Se puede hacer una relación causa-efecto entre el trabajo con agroquímicos y el melanoma? “No es que yo digo ‘tuve un melanoma por usar esos productos’, hoy no lo puedo probar. Pero creo que el cáncer fue una manifestación de haber convivido con eso. Tal vez mi organismo sabía internamente lo que yo no entendía racionalmente. El cuerpo me dice sin dudas que lo que me pasó es una cuestión relacionada con el trabajo que hacía”.

En Estados Unidos personas afectadas están ganando juicios contra las corporaciones de agrotóxicos. “Yo no haría un juicio. La plata no me moviliza. Pero sí pienso en campañas para que todos sepan lo que genera esto. Eso sí, tengo muchas ganas de hacerme el estudio de determinación de tóxicos en sangre porque estoy convencido de que estoy hasta las muelas”.

Las BPA no existen

Damián ya no es aquel percutor rígido que mostraba Bayer, sino un tipo entusiasta, rodeado de libros y proyectos, que reconoce: “Mis hijos dicen que me río más”. Tomó una decisión drástica: “No miro más televisión ni leo diarios. Sigo con las redes sociales, y en todo caso busco lo que me interesa. De lo que me tenga que enterar, ya me enteraré”.

Cree que la sociedad argentina está sometida a una especie de experimento masivo que llama infoxicación: “Los medios te intoxican, y te volvés tóxico”. Escucha programas de folklore. Sin renegar de Larralde, se ha enganchado con Nahuel Pennisi, el joven ciego que coloca la guitarra boca arriba y la toca como si fuera un piano cuando canta, por ejemplo, Oración del remanso.

En lugar de televisión, Damián se dedica a leer libros sobre alimentación, biología, suelos, bacterias, fertilidad, desarrollo: “Todos hablan de crecimiento pero se olvidan del desarrollo. Crecer es acumular, siempre en manos de unos pocos. En biología, crecer es aumentar el número y el tamaño de las células, pero desarrollo es cambiar los tejidos, las estructuras, las relaciones. El crecimiento lleva a tasas de consumo insustentables, superiores a la tasa de restauración o recuperación del planeta. ¿Qué sentido tiene tener tres autos o cuatro televisores, cambiar de celular cada 6 meses o pensar que inclusión es consumir, más que lograr dignidad de la vida? Estamos en un sistema que a todo le pone precio, y se pierde de vista el valor”.

Los defensores del modelo plantean que el problema con los venenos ocurre si no se aplican las llamadas Buenas Prácticas Agrícolas. Damián se alarma: “¿Cómo? ¿No era inocuo? Las Buenas Prácticas Agrícolas no existen. Lo que están haciendo es sacar al tóxico de la discusión, y decir que la culpa es de las personas que lo usan. La única buena práctica agrícola es la agroecología”.

El presidente Mauricio Macri dijo en Entre Ríos que había que permitir las fumigaciones que un fallo judicial prohibió cerca de las escuelas: “Me dio asco y pena escuchar que un presidente diga semejante barbaridad”.

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Cree Damián que el sistema agroindustrial no da respuestas: “Se está cayendo a pedazos y muestra una expresión cada vez más agresiva de sí mismo. Por eso se habla de ecocidio en esta época. Los seres humanos estamos precisando otro tipo de respuestas que esta gente no puede dar”. La opción para él es agroecológica: “Porque tiene una dimensión de justicia y de ética. La agroecología propone que haya más tierra en manos de más gente. Admitiendo mi ignorancia en el tema, te diría que se podrían trabajar tierras fiscales, y lograr que los poseedores de tierras que no las usen vendan una parte, para que el Estado, sin hacer expropiaciones, las venda financiadas a familias que trabajen el campo y generen verdadero desarrollo”.

Todo eso implica un debate político. “Pero la clase política no está a la altura. El sistema representativo termina en la elección y en los egos. Elegís a personas que se supone que deberían ser responsables de sus actos, pero que al final se llevan puestas a grandes partes de la sociedad. Los elegís para que te representen y te defiendan ante otros poderes más grandes y hacen al revés: de nuevo, el árbol mea al perro”, dice riéndose.

Cuenta lo que sí le da ilusión: “Veo movimientos en la sociedad que vienen de abajo, ideas sobre cómo producir y cómo vivir. Cuando yo estaba en el modelo no se hablaba como ahora de estos temas, y eso es lo que hay que aprender a escuchar” dice el ingeniero Pettovello. Reconoce que desde que se fortaleció con lo que no lo mató, desde que salió del frasco buscándose a sí mismo, ha podido cultivar un proyecto personal y necesariamente consociado que, con un poco de pudor, informa del siguiente modo: “Volví a ser feliz”.

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